Estoy convencido de que la marca Barcelona se construyó a partir de la ilusión creada por dos eventos generadores de una empresa colectiva. El primero, la consecución de la democracia y con ella, el anhelo ciudadano de votar a sus representantes a la alcaldía, que debían surgir de unas elecciones libres entre los candidatos de unos partidos vírgenes de corrupción y formados en la honradez y el rigor de la lucha clandestina. El segundo, el nombramiento de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos, acontecimiento que reunió a toda la ciudadanía junto a los mejores profesionales del país en el afán de afrontar un gran proyecto colectivo.

Esa situación extraordinaria fue pedagógica y estimulante para los barceloneses y constituyó un modelo de forma de hacer a escala internacional imaginativo, respetuoso, popular y, de rebote, creador de un sentimiento de pertenencia y de orgullo por la ciudad. Se trata de un sentimiento que, cuando se pierde, repercute en la conservación, limpieza y mantenimiento de los espacios comunes y suele manifestarse en actitudes poco cuidadosas o incluso vandálicas una vez que el ciudadano percibe la calle como un ámbito que le es ajeno.

El urbanismo olímpico mejoró infraestructuras, generó nuevos barrios y equipamientos, pero principalmente creó espacio público, espacio para la relación y el uso colectivo puesto al servicio de la gente. Las playas figuran como el espacio más significativo, pero también se aprecia en plazas, parques, avenidas y calles. Más de veinte años después, pasear por el centro de Barcelona es una carrera llena de conflictos. La serpiente de gente que camina por sus calles se estrangula cada diez pasos para deslizarse encajonada entre fachadas y chiringuitos, cada vez más invasivos y atrevidos. La hipocresía del sistema llega hasta el punto de crear espacios cada vez más confortables aptos para fumar en el espacio público, cuando este uso es considerado nocivo para la salud pública.

La avenida de las jaimas que va desde la Diagonal hasta la plaza de Colón es un mal ejemplo de lo que debería ser para el ciudadano un paseo cívico, y un mal presagio de aquello en lo que pueden llegar a convertirse otras calles con aceras que ahora se ensanchan. Paradójicamente, se quiere reducir el tráfico disminuyendo las calzadas, pero al mismo tiempo se penaliza a los peatones dificultando su paso por unas aceras ya suficientemente comprimidas por el aparcamiento de motocicletas, obras obligadas o por floristas exentos de limitación.

El urbanismo olímpico mejoró infraestructuras, generó nuevos barrios y equipamientos, pero principalmente creó espacio público, espacio para la relación y el uso colectivo puesto al servicio de la gente

A ojos del peatón, el paisaje urbano se deteriora sin contención: pancartas en las entradas de los establecimientos; rótulos en las fachadas anunciando menús, bebidas, saldos o ropa interior; publicidad de odontólogos, escuelas de todo tipo o gestorías —incluso la de quien debería ser ejemplar, el colegio de administradores de fincas— se encaraman en balcones del primero, segundo y en ocasiones plantas superiores aprovechando unos toldos innecesarios que nunca se despliegan. Es una publicidad que antes estaba integrada y restringida a las plantas bajas y ahora trepa por las fachadas creando una imagen distinta de la que en su día fue objeto de permiso municipal. La superposición de señales y coloreados grafismos satura de información al peatón, que por exceso de indicaciones, olvida lo esencial para su movilidad y seguridad.

Qué lejos queda la Barcelona olímpica, referente mundial de urbanidad, y qué cerca estamos de esas ciudades costeras próximas en las que la congestión, la publicidad, la suciedad y el mal gusto ocupan sin ningún pudor el espacio que es de dominio colectivo. La Barcelona turística se degrada, no por la afluencia de gente de fuera, sino por el travestismo que, con la complicidad de sus representantes, la ciudad está haciendo para captar la atención y los recursos que aporta ese colectivo, justamente aquel menos interesante, más casposo y poco respetuoso con los usos de la ciudad.

Poco a poco se pierde una imagen largamente trabajada por los mejores profesionales independientes que en su día contaron con la colaboración de unos representantes con vocación de servicio público y no únicamente de servicio a su partido. Crearon una imagen que, con esfuerzo y trabajo, llegó a constituir una marca valorada internacionalmente capaz de actuar como aspiradora de eventos y ayudar incluso a las empresas a exportar productos y actividades. Asistimos ahora a una lamentable, persistente y progresiva pérdida de patrimonio consecuencia de concebir la ciudad como una marca continente económicamente rentable para unos pocos, en lugar de concebirla como un valor alcanzado con el esfuerzo de todos. Tenemos una herencia que mantener y cultivar en la memoria del imaginario colectivo para hacer de la ciudad un espacio de ciudadanía y no exclusivamente un ámbito de negocio y comercio. Que es además la única forma de no perder definitivamente nuestro tan necesario negocio y comercio.

Eduard Rodríguez i Villaescusa es arquitecto y urbanista

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